Ensayos -> La familia de Regino se fue a Regina
 La Familia Burrón: Un gran códice de símbolos urbanos

Luis Eduardo Alcántara

cannedluis@yahoo.com

Se fueron con sus tiliches a otro lado. Damnificados como la mayoría de nosotros, a lo mejor no por inundaciones pero sí por alguna ruta del Metrobús que demolió su añorada vecindad del Callejón del Cuajo, la Familia Burrón decidió instalarse en un muro de la calle de Regina, y con ellos también se fue la broza que los acompañó por más de 60 años en sus aventuras editoriales. Su colorida presencia tamizada por el aerosol, nos recuerda que la capirucha sigue siendo como un enorme códice azteca, o mejor dicho, como un gran códice de símbolos urbanos, conforme lo establece la Comedia Humana de Balzac, o los varios miles de episodios que comprendió ese microcosmos genial de la manera de ser y de pensar del mexicano promedio: La Familia Burrón, producto del arte, ingenio y tezón de su creador, el dibujante y escritor Gabriel Vargas (1915-2010).

Pasa uno frente al mural y los de apipizca se regodean con la belleza sin par de Borola Tacuche, la canija güereja que es, al mismo tiempo, azote y delirio del sexo horroroso, una desmesurada y rebelde señora, impredecible en sus actos, como el hecho de disfrazarse de la mismísima Calavera Catrina y demostrarnos que junto a ella, todos somos vulgares patiños. A su lado don Regino Burrón, el abnegado y sumiso esposo, ejemplo de rectitud y de templanza, un roble que resiste sin chistar los duros embates que le impone la vidorria. Les acompañan sus bodoques: la eterna soltera Macuca, ataviada como una Frida Kahlo postmodernista; Regino chico, el Tejocote, recibe su dotación cotidiana de esmog y un poco más abajo el chícharo Foforito saluda al respetable, con la cortesía acostumbrada.

Todos se encuentran reunidos en esa pared de 20 metros de largo –obra inspirada en otra similar realizada por Diego Rivera, cuando aun vivíamos el auge del muralismo mexicano-, tanto personajes principales como secundarios, sin olvidar a los invitados de siempre, como el buen Carlos Monsiváis, quizá uno de tantos clientes que dejaron con agrado barbas y anécdotas atrapadas en El Rizo de Oro. El amplio cielo defeño, que alguna vez fue transparente según Alfonso Reyes, cobija sin mayor problema a toda clase de forasteros, y la Alameda Central es un buen punto de encuentro. El cacique de La Coyotera, don Briagoberto Memelas, decide entablar conversación con el poeta Avelino Pilongano, un cuate que en el aire las compone pero que a sus 30 años de edad sigue viviendo a expensas de su mamá, doña Gamucita, lavandera de oficio.

Porque las imágenes de la ciudad en La Familia Burrón –desde su primer ejemplar en 1948, hasta poco antes de que su autor marchara a Calacas en el 2010- reproducen diversos espacios urbanos con la misma jocosa intensidad, desde mansiones lujosas de chorromillonarios y políticos hasta deteriorados mercados públicos, hoteles de paso, cárceles, hospitales y barrios marginales. No es gratuito que en esta pintura convivan en el mismo espacio, por ejemplo, la refinada dama de sociedad Cristeta Tacuche –acompañada por su secretaria particular, Boba Licona- con otro de sus sobrinos: la oveja descarriada de Ruperto "El hampón", un ladrón redimido que mira el mundo a través de su pasamontañas obligatorio. O el bohemio de Susano Cantarranas (verdadero papá de Foforito) un gran libador del néctar del maguey quien vive atrapado por los encantos de la Divina Chuy, una exótica bailarina venida a menos.

Descansan las de galopar y el oclayo se alboroza viendo el gran fresco de la calle reginesca y su simpática corte de marchantas, tragafuegos, músicos errantes, pirrimplines, vampiros chupeteadores y gente del pueblo, personajes no de historieta sino de la entraña misma del barrio -como es la esencia verdadera de la Familia Burrón-, personajes que comparten la banqueta -un ratoncito, al menos-, con el peatón común y corriente. Y al frente de todos ellos Borola Tacuche, la tremenda señora Burrón, la güereja inmortal con su chispa e ingenio desbordantes, y esa capacidad enorme para hacer frente a los embates que le impone el destino. Qué San Nabor los cuide.

Luis Eduardo Alcántara
Escritor, melómano y periodista cultural.
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